Thursday 3 March 2011

De cómo me convertí en un escritor perseguido en el exilio y ... (I)

...cómo desde entonces he hecho de todo para no serlo

Por Julio César Mendívil Trelles, un abicú peruano (nac. Ayacucho, 1963) sui géneris en Colonia

A mí las cosas siempre me salen al revés. Cada vez que creo resolver un problema, ocasiono otros nuevos y cada vez que recurro al que creo yo el más tenaz de los sarcasmos para castigar la ingratitud o la impertinencia de algún infeliz, éste me contesta con una amplia sonrisa en los labios sin darse por enterado que lo había insultado. Que el destino haya hecho de mí –un autor entregado a la literatura fantástica– un escritor de una significación política, se debe también a tan triste característica mía de hacer las cosas mal. De igual manera que yo haya sido objeto de detención y maltrato por parte de la dictadura fujimorista tiene más que ver con los rasgos fantásticos de la política peruana que con los matices políticos de mi literatura.

No quiero decir que mis escritos no tengan o no pretendan una intención política; de hecho toda literatura conlleva siempre un propósito político, más aún en América Latina, donde hasta la elección de una lengua obedece en muchos casos a una identificación y una toma de posición política, pero la mía dista mucho de ser lo que se llama vulgarmente una literatura comprometida. Puede parecer curioso que alguien como yo, que detesta tanto los panfletos como el chucrut o las albóndigas, termine inmerso en un alboroto político con resonancia internacional. Y de hecho lo es, pues de todas las explicaciones posibles que se me han ofrecido desde mi detención, hace ya cuatro años, hasta ahora, y que van desde las teorías conspirativas más desaforadas hasta la mano siniestra de Dios, la más racional de todas me sigue pareciendo la de mi mala estrella y esa terquedad del destino en escupirme el asado.

Aunque vivo en Alemania desde hace más de una década, mi caso difiere diametralmente del de los escritores perseguidos políticamente. Me explico. La explosión de una literatura latinoamericana del exilio se encuentra estrechamente ligada a otro boom que sacudió al continente: el apogeo de las dictaduras militares. Así como la literatura del exilio alemán en el nazismo o la española en el franquismo, la literatura del exilio latinoamericano se ha inspirado por tradición en la figura del dictador latinoamericano y lo ha hecho con tanto éxito que algún irreverente ha querido ver en monstruos políticos como Trujillo, Strossner, Videla o Pinochet un positivo estímulo para la creación novelística en el continente. La imagen más manida del escritor latinoamericano en el exilio es la del escritor perseguido, perseguido por un gobernante déspota que muchas veces no sólo le arrebata su derecho a expresarse públicamente mediante la pluma, sino a menudo también su libertad.

No es ese mi caso. Fuera de mis acreedores y la mala suerte, no creo que exista alguien interesado en perseguirme. A diferencia de la mayoría de los escritores latinoamericanos exiliados en Alemania, empujados a abandonar su país durante las dictaduras militares de los años setenta, mi viaje a Europa a principios de los noventa se debió a lo que yo llamaría una especie de estupidez romántica. La situación política era en el Perú de entonces bastante desalentadora, es cierto, el gobierno de Alan García había destruido la economía nacional y Sendero Luminoso había copado demasiados espacios en la vida política, tanto así que una simple salida a comprar pan podía terminar en un infierno de bombas y tiroteos, pero lo que más nos preocupaba a mí y a mis amigos cercanos era la imposibilidad de seguir viviendo en un país que no nos ofrecía ni las más mínimas garantías para ser nosotros mismos.

Así mientras la masa se alocaba por largarse a los Estados Unidos “a hacer la América” nosotros los de la clase media intelectual limeña corríamos tras becas o “gringas” que nos permitieran conocer el Viejo Mundo y nutrirnos allí de las calles por las cuales pasearon alguna vez Baudelaire, Van Gogh o Novalis. Yo me enrolé en un grupo de música que venía supuestamente para un gira europea en teatros y festivales y que posteriormente se reveló como uno de esos de poncho que uno ve aún esporádicamente en las peatonales germanas. 


Pero no me importó porque Europa era Europa, y de Colonia, nuestro destino como grupo, a París, que como Meca artística de los latinos era también mi meta, no había más que cinco horas en tren. Pero me fui quedando. En todos estos años en Alemania quizás el acto político más consciente que recuerdo sea mi decisión de no votar para las presidenciales en las elecciones de 1995. Así que el más sorprendido fui yo cuando el 12 de agosto de 1999 al intentar ingresar a mi país, como ya lo había hecho en otras oportunidades, un parco oficial me informó que estaba detenido y que pendía sobre mí una pena no menor de 30 años por traición a la patria. Eran las once de la noche en el puesto fronterizo de Santa Rosa, en Tacna, y lo primero que se me vino a la mente fue la visa alemana sobre la página 18 de mi pasaporte:

–Estoy seguro que podremos arreglar este engorroso asunto de alguna manera decente –le dije al policía de turno, seguro de haber recurrido al abracadabra que habría de sacarme de cualquier apuro.
–Me temo que no –me respondió–, se trata de un cargo muy delicado.

Cualquiera que hubiera leído la consternación en el rostro curtido de ese policía habría pensado, como yo, que, en lo más profundo de su corazón, él sabía que se estaba cometiendo una injusticia contra un ciudadano inocente y que se condolía conmigo. Pero me bastaron apenas unos minutos para darme cuenta que en verdad lo que tanto pesar dibujaba en su rostro era ver cómo se le escapaba tan fácilmente una semana de cervezas y los útiles para el segundo semestre escolar de sus hijos pequeños.

No, no podía aspirar a que se hicieran de la vista gorda como lo hubiese hecho con un ladrón de autos, un narcotraficante o un violador sin problema alguno, me informó el oficial, pues yo era un caso de extremo peligro para el estado peruano. Sí, yo era un peligroso terrorista. Tras disolver el parlamento el 5 de abril de 1992 Fujimori había expedido una serie de leyes antiterroristas tan severas que, de haberse cumplido éstas a cabalidad, las fuerzas represivas hubiesen tenido que detenerse a sí mismas. Entre otras joyas dichas leyes habían impuesto tribunales militares con una sofisticada tipología de delitos de terrorismo que iba desde el cargo de apología para los simpatizantes más tímidos hasta el de traición a la patria para los dirigentes de Sendero Luminoso o del MRTA. Para mi desgracia yo había logrado convertirme en uno de los dirigentes internacionales más importantes de Sendero Luminoso, aunque nadie se había tomado la molestia de informármelo hasta que me sorprendió la policía de Tacna.

Puesto que yo era un sujeto peligroso se me confinó a un calabozo sin luz y con una pestilencia a orines más fuerte que la de los baños de la Universidad de San Marcos o las letrinas del Estadio Nacional. Ahí debía pasar la noche para ser trasladado al día siguiente a la ciudad de Tacna donde se decidiría mi destino. Conocía tantas historias de torturas y maltratos de detenidos que esa mazmorra de Santa Rosa casi me pareció un buen comienzo. Y no me equivoqué. Porque antes de que terminara de entonar las cinco estrofas de “Gracias a la vida” ya un guardia me ofrecía una cama en el cuarto de los oficiales de turno por diez cómodos soles peruanos.

A la mañana siguiente, cuando me entregó a las autoridades de Tacna, mis deudas con el susodicho habían aumentado, entre taxis, desayuno y propinas, a 65 soles. No sé si todos los días un policía se aparezca con un peligrosísimo preso para cambiar dólares en el mercado de Tacna, pero el cambista aquel no se inmutó ni cuando le entregué mis escasos recursos con las manos esposadas ni menos aún cuando le entregué los 65 soles al guardia delante de él.

Si al reo sentenciado el estado le arrebata todos sus bienes de una sola vez, al detenido se los arrebata paulatinamente. En Tacna me informaron que un juzgado militar de la capital me requería por traición a la patria. “Me mandarán a Lima, entonces”, supuse, pero suponer en el Perú sólo trae disgustos o desencantos. El estado peruano no cuenta con recursos para trasladar a terroristas, me informaron también los guardianes del orden, así que si yo quería llegar al tribunal militar correspondiente o bien debía esperar a que algún vehículo del ejército partiera para Arequipa, y luego en Arequipa, que otro partiera para Ica y así sucesivamente hasta llegar a la capital, o bien debía cubrir con todos los gastos del transporte, incluidos los de los dos policías de custodia que debían acompañarme.

Una vez acordado lo de los pasajes empezaron las negociaciones para los “viáticos” de mis acompañantes. A mí, en un exceso de estupidez racionalista, se me ocurrió proponer la poco afortunada suma de 250 dólares americanos para ambos. Al parecer los cursos de policías no contemplan divisiones impares en caso de corrupción porque mi propuesta desencadenó discusiones tan acaloradas para ver quién se quedaba con los cincuenta dólares de más que yo tuve que mediar entre ambos guardias para evitar una desgracia que sin duda alguna hubiese aumentado los cargos en mi contra. Con 125 dólares en el bolsillo tampoco se dieron por satisfechos y yo tuve que desembolsar sendos “préstamos” para no tener que seguir oyendo las penurias de los guardianes de la democracia. Viajábamos a lo largo del litoral y por un antojo del destino cada cierto trecho topábamos con buitres que se saciaban con carroña. Entonces, por primera vez en mi vida, descubrí que la naturaleza puede ser terriblemente poética.

En Lima me condujeron a las instalaciones de la Dirección Nacional Contra el Terrorismo. Allí se me comunicó que, debido a mi peligrosidad, pasaría quince días aislado y sin derecho a defensa para no interrumpir los interrogatorios. A menos que mi generosidad ablandara sus buenos corazones. Esa misma noche vi a mi esposa, la etnóloga alemana Jana Jahnke, a mi familia y a mi abogado. Por supuesto para ello había concertado una suma con mis custodios, pero bajo la condición de que no sea mi esposa la que entregase el dinero “para que no se lleve una mala imagen del país”.

Después de la consabida toma de huellas digitales y de la fotografía correspondiente fui internado en una pequeña celda con rejas en vez de puerta, igualmente sin luz, en la que apenas cabía un colchón y lo que yo pronto nominé como mi baño propio: una botella vacía de Inka Cola de dos litros. Pese a la humedad de Lima y al olor penetrante del colchón, apenas algo menor que el de la botella, dormí esa noche profundamente. A las seis de la mañana del día siguiente un altoparlante me despertó con una voz inconfundible. Era Celia Cruz que a todo volumen cantaba: “La vida es un carnaval”.



Yo venía de dar una conferencia sobre la historia del charango en la Reunión Anual de la Asociación de Musicología de Argentina y había decidido reunirme con mi esposa, que se hallaba en el Perú tratando de realizar un trabajo de campo entre los aguaruna, para visitar juntos, por supuesto, a mi familia. Pero sin proponérmelo se trastocaron los roles y de pronto fui yo el único que recibía visitas. Allí, en las instalaciones de la Policía Nacional mi abogado me comunicó que había sido denunciado por un detenido a quien se creía haber identificado en uno de los famosos videos de Abimael Guzmán, el número uno de Sendero Luminoso. Pancho O., el reo en cuestión, se había acogido a la Ley del Arrepentimiento, un engendro del fujimorismo que ofrecía conmutaciones de pena a cambio de delatar a quince “compañeros”.

En su desesperación Pancho O., un amigo lejano de mi ex-cuñado, no encontró mejor manera de llenar su lista que recurriendo a cuanto hijo de vecino se le viniera a la mente. Como yo en los ochenta me había ganado un nombre como charanguista entre los círculos de izquierda cantando contra las masacres militares, no descarto la posibilidad de que mi denunciante haya sabido de mí por mis conciertos, que incluso haya asistido a alguno. Si así fue, intuyo que su decepción debe haber sido muy grande, de otro modo no podría explicarme el que un ciudadano honesto haya deseado con tanto ahínco verme entre rejas. Sea como sea, por mi pasado artístico mi militancia senderista resultaba creíble para quien quisiera creerla. Y los policías se encontraban desafortunadamente entre ellos.

Por una de esas excepciones de suerte que me depara la vida de vez en cuando Pancho O. había tenido la excelente idea de indicar mi participación en eventos culturales de Sendero Luminoso con pelos y señales. Gracias a ello mi abogado pudo demostrar rápidamente, remitiéndose a mi movimiento migratorio, que mi participación en los supuestos eventos senderistas en los que mi delator aseguraba haberme visto, era imposible, pues entonces me encontraba a miles de kilómetros de mi país desgarrando las cuerdas de mi charango en las peatonales alemanas por unas cuantas monedas. Una vez llegado al tribunal, demostrar mi inocencia era cosa de niños. El problema era llegar al tribunal.

En el Perú el tiempo es un concepto arbitrario. “Ahorita” puede significar varios minutos. “Una hora”, muchas, muchísimas, y “mañana” puede referir tanto una dimensión de tiempo que encierra 24 horas como semanas o meses. Un juicio militar por terrorismo duraba por lo menos medio año, me dijeron mis allegados. Así que podía sentarme a esperar que San Pedro bajara el dedo o ponerme a escribir la novela que hasta hoy no termino por falta de tiempo.

Mientras tanto mi familia había desatado una campaña internacional para exigir mi liberación. Desde el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania, pasando por los Verdes, las Asociaciones de Musicología de Argentina y Chile, la Universidad de Colonia, Amnesty International, numerosos intelectuales y artistas nacionales e internacionales hasta anónimos defensores de los Derechos Humanos, todo el mundo bombardeó por esos días al gobierno peruano con faxes, correos electrónicos y llamadas telefónicas pidiendo la liberación de Mendívil, el escritor, y la de Mendívil, el músico, sin olvidar la de Mendívil el etnomusicólogo, por supuesto.

A veces me preguntó si la policía vio en esos pequeños detalles un matiz esquizofrénico de mi personalidad o si los mandos militares llegaron a temer el haber detenido a toda una familia de revoltosos internacionales. Sea lo uno o lo otro esa avalancha de peticiones ejerció una presión tan grande sobre el gobierno que el presidente mismo se vio obligado a referirse al “caso Mendívil” en el Congreso de la República. Frente a las cámaras de televisión Fujimori leyó un escueto informe de la policía en el que se hacía público que no se había encontrado prueba alguna que relacionase a Mendívil –ya sea el autor, el músico o el etnomusicólogo– con Sendero Luminoso y que su liberación era cosa de “días”. Con buen tino el presidente recordó a los que demandaban mi inmediata libertad que él no podía intervenir en la administración de justicia ni en los fueros del poder militar, que había que apelar a la paciencia.

Estoy seguro que su intervención en el Congreso no influyo en absoluto en el trato que recibí desde entonces en las instalaciones de la Dirección Contra el Terrorismo. Esa misma noche fui sacado de la celda y se me adjudicó una cama en la habitación de los oficiales de turno. Durante una semana no hice otra cosa que leer periódicos, ver televisión y sacar a los presos de sus celdas a la hora del almuerzo con un horrible manojo de llaves que no debe parecerse en nada al de San Pedro a las puertas del cielo. El tribunal militar también se mostró comprensivo y para evitar demoras innecesarias con traslados a una prisión militar y de ésta a la corte, se mostró dispuesto a juzgarme en las mismísimas instalaciones de la policía, siempre y cuando mi familia rompiera vínculos con la izquierda parlamentaria, con las asociaciones de Derechos Humanos y dejara de atacar al gobierno.

Así que catorce días después de mi detención, cuando fui puesto en libertad frente a un conglomerado de familiares, periodistas, cámaras de televisión y curiosos, no se me ocurrió mejor cosa que recurrir a la frase más política que se podía venir a la cabeza para festejar mi regreso al mundo de los seres libres: “Después de casi diez años –dije– la dictadura de Fujimori ha aceptado que en el Perú sí hay presos políticos inocentes y ha demostrado además que es viable una solución rápida y efectiva a tales injusticias.”

Fue así que me convertí en un escritor político, sin haber hecho nada para merecerlo. Cuando digo “sin haber hecho nada” quiero decir que no hice nada para que me detuvieran y mucho menos aún, para que me liberen. Y lo más triste de todo es que, incluso no habiendo hecho nada, lo haya hecho mal. Tal vez sea yo el primer escritor en el exilio que, en abierta oposición al modelo típico latinoamericano, primero logró salir del país y después ser perseguido; tal vez por ello no creo poseer en absoluto la autoridad que adquieren los escritores de la diáspora política y menos aún la capacidad de ver un acto heroico allí donde sólo reconozco mi misma torpeza de siempre.

Desde el día de mi liberación he vivido traicionando mi imagen de escritor político. Puede verse en dicha actitud una proposición política postmoderna, me temo, desgraciadamente, que ésta obedece mucho más a una terca necesidad de no hacer lo que de mí se espera. Seré más explícito. A mi regreso a este lado del océano, a Europa, cuando todos esperaban de mí el crudo informe de penurias y tormentos sufridos, no encontré mayor gozo que contar las más absurdas e increíbles anécdotas sobre mi detención. Cuando percibí que algunos de quienes habían luchado por mi liberación mal ocultaban su decepción porque no había sido maltratado, torturado, en fin, porque no había sabido cultivar los ingredientes discursivos del género, entendí que, librado del totalitarismo de un régimen político, había caído en otro discurso totalitario que me obligaba a ser lo que la dictadura había hecho de mí: un perseguido. Y me negué rotundamente... (cont.)

7 comments:

Jorge A. Pomar said...

Debido a la extensión del ensayo (12 cuartillas), y a su cualidad de resumir la biografía del autor, me pareció conveniente publicarlo en dos partes sin alargarlo con una presentación superflua. Por lo demás, garantizo que Don Mendívil, narrador erudito pero ágil y ameno donde los haya, posee sin duda la garra irónica necesaria para atrapar al lector desde el primer párrafo y dejarlo con ganas de seguir leyendo después del punto final.

Quiso el azar que nos topáramos cuando, hace ya unos cuantos años, a iniciativa mía tres (los otros dos: el ensayista andaluz Ricardo Bada y el historiador Carlos Müller) colegas de la Voz de Alemania inauguramos a bordo de una barcaza-restaurante anclada en el Rhin el ciclo de tertulias literarias que hoy, en ausencia del trío fundador, dirige con singular tesón y brillantez su paisano Walter Lingán.

Quiso el azar burlesco que el pasado mes de enero alternásemos ambos abicúes como lectores presidiarios en sucesivas veladas sabatinas organizadas en Berlín por la Asociación Memos e.V. bajo el rótulo Entfesselte Worte ("Palabras Desencadenadas). Aparte de la disertación y el debate final con el público asistente, el programa incluía la filmación previa de una entrevista con el huésped realizada por la titular Karen Michelsen. El videoclip del musicólogo es el que ilustra el post; promete aquí solemnemente mostrarles dentro de poco el del politólogo amateur.

No exagero en lo absoluto al afirmar aquí que, pese a lo esporádico de nuestros encuentros, el peruano Mendívil sigue siendo hasta la fecha, colonia criolla incluida, el sudaca con el que mejor congenia, tanto en temperamento como en idiosincrasia, mi Alter Ego desde su arribo a estas gélidas comarcas teutónicas. De ahí que, sin desdoro de alguna que otra referencia puntual a nuestra Isla, el lector sagaz no tardará en constatar dos evidencias: por un lado, la fuerte empatía abicueril que nos une y, por el otro, ciertas nada sutiles coincidencias al enfocar realidades individuales y colectivas tan aparentemente dispares como las del Perú y Cuba. Corríjanme (en la acepción no sanitaria del vocablo, desde luego) si yerro...

Saludos a todos,
El Abicú

Cristina García said...

Espero la continuación.
Gracias, Pomar.

Anonymous said...

good....

Anonymous said...

Ansí é Europa y su "progerío".

Anonymous said...

EL BOBO DE LA YUCA y Leo Brouwer.
Por Jorge Hernández Fonseca.

26 de Noviembre de 2010

El bobo de la yuca es un tonto de capirote porque se babea desde chiquito. A pesar de eso, lee cuanto periódico le cae en la mano, aunque termina no entendiendo muchas de las cosas que se traga desde el papel compulsivamente.

El bobo leyó una entrevista que le hicieron al músico cubano Leo Brouwer en España, por un premio que se ganó en su especialidad. El bobo casi no entendía nada de lo que el músico decía, porque hablaba en un tono erudito, haciendo referencias especializadas de música, de lo que el entrevistado sabía como pocos y el bobo absolutamente nada.

Sin embargo, la cosa cambió para el bobo cuando le preguntaron al músico sobre la democracia en Cuba, porque de inmediato el hombre bajó el nivel de su conversación y el bobo comenzó a entender todo lo que decía. Asumiendo que había descubierto el agua tibia, el músico afirmó que “no todos los norteamericanos son yankees”, lo que el bobo de la yuca interpretó como una nueva teoría científica, específica para las categorías de bobos como él y se puso contento de tener un nuevo colega (bobo) y músico famoso.

El bobo de la yuca quedó satisfecho de que hubiera alguien importante en la música que hubiera creado una teoría sobre la sociedad norteamericana, tan aceptable para la gran familia de los bobos, a pesar de que con semejante descubrimiento las personas que tienen dos dedos de frente iban a dejar de respetar al músico, por haber querido hacer de bobos a los que no lo son.

El bobo de la yuca, que come mucho trapo y mucho papel, pero que de comemierda no tiene un pelo, piensa con razón que si la bobería del músico con la sociología y la política, se pasa para su música, el hombre no va a ganarse ni pa’l chicle y que el premio que ahora le dan por buen músico, se lo van a cambiar por el Premio Nobel de la bobería.

Artículos de este autor pueden ser leídos en www.cubalibredigital.com

Anonymous said...

Fuentes diplomáticas explicaron que España apoyará, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, al que se incorporó el año pasado, la apertura de una investigación contra Gadafi por crímenes contra la humanidad. El asunto se abordará en la reunión de urgencia convocada para mañana en Ginebra y en la asamblea anual del organismo, el próximo lunes, a la que acudirá el ministro de Presidencia, Ramón Jáuregui. Irónicamente, este comité de derechos humanos lo llegó a presidir Libia en 2003 y también lo integran Cuba, Arabia Saudí y China, todos regímenes que violan los derechos humanos.

http://www.elpais.com/articulo/internacional/Espana/afirma/regimen/libio/ha/perdido/toda/legitimidad/elpepiint/20110224elpepiint_6/Tes

Lázaro Buría said...

Me he sentido bien leyendo lo que cuenta Julio Cesar, no solamente por lo sencillo que resulta entender su castellano sino por lo evidente que se hacen -por la perspectiva de forma que da a los hechos: estrictamente personal-, las confusiones de todo tipo en la que la vida de cualquiera de nosotros se ve involucrada, sin que en la mayoría de los casos tengamos "tiempo y serenidad" para desenredarlas y mostranos a los demás como somos y qué ha pasado realmente. O, al menos, cómo creemos ser y vemos lo ocurrido. Lo cual sería el triunfo más adecuado para "La Libertad Ansiada".

El texto, además, me alegra también por ti, que desnudas una parte de cómo te ves cuando percibes a Trelles como una advocación posible del Abicú que te consideras, lo cual resulta "algo complejo de entender" si se comparan ·el español" que ambos usan para decirse a si mismos. Parece que el proverbio que nos alerta al respecto (El hábito no hace al monje)tiene aquí buen ejemplo con que ilustrarse, si confiamos en lo que afirmas.

Gracias por darme noticia de este ser humano que, con su relato, me ayuda a confirmar la importancia relativa de ser cubano, peruano, alemán, etc., etc., etc., o de estar "a favor" o "en contra" y de corroborar -en otro-, que tan importante como "mejorar al mundo" es "escapar de la cárcel de confusiones" en que nos tiene detenido ese dictador al que llamo "Información".

Un abrazo -también para Ana-,
de Lázaro.